El 24 de febrero de 2022 cambió la vida de millones de ucranianos. Ahora pensamos que el día en que cantemos victoria será un día como los de antes: un día normal, un día de paz, un 23 de febrero de 2022, por así decirlo.
Pero no. Para nosotros ningún día volverá a ser como aquel 23 de febrero. Ya no habrá días que sean como los de antaño.
Hemos pasado junto a fosas comunes en el bosque de Izium, en la región de Járkov. Hemos visitado ciudades como Kamianka o Dolína, entre las ciudades de Izium y Slóviansk, que evocan un ambiente posapocalíptico de película y en las que decenas de personas viven en las ruinas de sus hogares sin agua ni luz. Hemos sentido el dolor de la madre de Volodímir Vakulenko, autor de libros infantiles asesinado por los rusos en la ciudad de Kapitolivka —en la que residía—, próxima a Izum: ha tardado meses en encontrar su cuerpo. Hemos visto las ruinas de la ciudad de Sviatogirsk y se nos han puesto los pelos de punta al escuchar bombas detonar en la ciudad liberada de Jersón, que los ocupantes rusos seguían bombardeando mientras nos encontrábamos en el museo de arte que ellos mismos habían desvalijado de sus colecciones.
¿Cómo podemos pensar en volver a aquel 23 de febrero ante estos recuerdos que no podremos borrar? «Aquí he tenido que limpiar la sangre de mis hijos», nos indicaba una mujer de edad avanzada en las escaleras de una vivienda privada situada en el pueblo de Bezruky, en la región de Járkov. Allí, un bonito día estival de 2022, en un abrir y cerrar de ojos, murieron, a causa de una mina rusa, su hija de treinta y ocho años y su nieta de ocho, mientras la niña leía un libro. Sacaba buenas notas en el colegio.
¿Victoria? Si el 23 de febrero de 2022, como ocurre en las películas, nos hubieran mostrado lo que se nos avecinaba, seguramente nos habríamos quedado atónitos, petrificados de terror y, sin duda, incapaces de reaccionar. Sin embargo, día tras día, este primer año de guerra no hemos dejado de esforzarnos. Civiles y militares, hombres y mujeres, niños y adultos. Tantas personas de a pie que han demostrado tener capacidad para lograr cosas extraordinarias. Algunas lo han hecho movilizándose sin que nadie les haya obligado a hacerlo.
Otras, pagando sus impuestos y ofreciendo cada día más para apoyar a las fuerzas armadas. Otras incluso han dedicado su tiempo libre a diferentes actividades voluntarias: desde la confección de redes de camuflaje hasta la fabricación de velas para las trincheras. Los más pequeños no han dejado de ir a la escuela, cuyas clases se ven interrumpidas por mor de los ataques aéreos, y los jóvenes siguen yendo a la universidad, pese a los cortes de luz.
No obstante, nadie sabe lo que nos espera. Tan solo sabemos que seguiremos adelante, todos juntos, día tras día, hasta cantar victoria. Porque somos conscientes de lo que nos espera si nos rendimos. Encontraremos las fosas de Izum en Kiev. Los bombardeos de Jersón llegarán a la ciudad de Leópolis. La central nuclear de la ciudad de Jmelnitski se convertirá en el objetivo de las fuerzas enemigas, como ya lo fue la de Zaporiyia. Somos conscientes de ello. Lo hemos presenciado. Hemos sido testigos.
Y cuando cerremos los ojos veremos el rostro de aquellos que no estarán el día en que nos alcemos con la victoria. Irina Tsvila, nuestra querida amiga de Brovarí que adoraba las rosas de su jardín, que tomó las armas el 24 de febrero y que murió dos días más tarde mientras defendía Kiev. Mykola Rachok, mi estudiante de literatura, apasionado de los coches y de las novelas de aventuras, que murió en combate cerca de Pokrovsk en julio de 2022. Roman Barvinok, el violinista que tocaba a Vivaldi ante el palacio presidencial en la primavera de 2020 y que murió en el frente oriental en agosto de 2022. Y tantas otras personas. Decenas de miles.
Pronto llegará el día en que nos alcemos con la victoria, pero no nos hará volver a aquel 23 de febrero. Pero, ¿qué no estamos dispuestos a hacer para acortar la distancia que nos separa de ese día?