Estoy en mi casa de campo frente al mar. Dispongo de una buena conexión a internet pese a encontrarme en una localidad rural aislada. Cada mañana tengo la suerte de andar por la costa, mirando al mar, sabiendo que la tierra firme más cercana al otro lado del Atlántico es Nueva York, a más de 5 000 kilómetros de distancia. Considero mi confort todo un privilegio.
Puedo transformar por arte de magia el aire fresco de la mañana en un cálido abrazo. Todo es relativo. Nado un poco entre las olas encrespadas y saladas del Atlántico y cuando salgo corriendo del mar siento bajo mis pies el calor de la arena y de los cantos. Los extremos se tocan y me cuesta distinguir entre quemarme y helarme.
Entre semana me pregunto por qué no tengo más tiempo libre. De la noche a la mañana abandoné mi horario habitual y ya no dedico horas a viajes y desplazamientos a mi lugar de trabajo. Constato que he colmado ese tiempo reduciendo mi ritmo. Me doy cuenta de que muchos de mis interlocutores por internet reconocen las terribles restricciones y consecuencias del virus, pero confiesan apreciar su situación personal.
En el gran clásico de Saint-Exupéry, el Principito nos recuerda que los adultos son incapaces de percibir lo que realmente importa en la vida. Quizás este confinamiento, esta pausa en nuestras vidas habitualmente frenéticas, nos brinde la oportunidad de reconsiderar lo que es importante y lo que no. Cada crisis libra una lección y una oportunidad para recomenzar.
Me sumerjo en mi jornada, dedicándome al desarrollo sostenible, la economía circular y la recuperación verde. Confío en que hayamos modificado colectivamente nuestra percepción. Ahora sabemos qué empleos y qué personas son trabajadores esenciales. Es interesante constatar cuánto los apreciamos ahora y cómo no solíamos hacerlo antes. Resulta esperanzador ver que como especie humana podemos colaborar, adoptando un comportamiento colectivo en aras del bien común. Juntos estamos actuando a nuestra costa para proteger la vida de personas de otros colectivos vulnerables.
También comprobamos las tristes consecuencias de ignorar las pruebas disponibles y de postergar la acción
Me acuesto temprano y duermo apaciblemente.